Maradona es una especie de parámetro. De parámetro de la vida. Como figura enorme que es, no hay lugar para terceras opciones, grises o medias tintas: se lo ama o se lo odia. Y la medida de ese amor o de ese odio no es Maradona per se, sino más bien la naturaleza propia e íntima de aquellos que se adscriben en uno u otro bando. Se lo odia por su vida privada, que de privada ha tenido poco; se le enrostran hijos abandonados, se le acusa de ser un adicto, de haber tenido romances extramatrimoniales, de ser soberbio y la lista sigue. Quiénes profesan este odio? Mujeres que gustan del chimento, de los programas de la tarde, que de fútbol tienen poca o nula idea y más bien han pasado sus días con una esponja Mortimer en la mano a la espera del rescate salvador de Mr. Músculo. También hombres que raramente han rozado con el pie algún objeto con forma esférica y que lo único que han pateado en su vida son las patas de los muebles en plena madrugada y bajo una completa oscuridad.
Cualquiera que no pertenezca a las especies zoológicas de marras; cualquiera que haya jugado al fútbol y entienda de qué se trata esto; cualquiera que haya llorado una eliminación, que se haya abrazado con un desconocido en la cancha ante un golazo de su equipo; que se haya peleado a muerte con alguien discutiendo una jugada; en definitiva, los que entienden de qué va este deporte saben de la estatura desproporcionada de este jugador que es ídolo de jugadores que a su vez son ídolos de millones.
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