La gente ama a los perros. Obviedad incontrovertible. Les endilgan frases heroicas como "Sentí su corazón, ese sí late por vos"; "El mejor amigo del hombre"; "Más conozco a los hombres, más quiero a mi perro". ¿Por qué ocurre esto? Porque son una legión de cobardes. Exigen un amor platónico, la idea perfecta del amor: inmutable, constante, presente; no su manifestación contingente. Exigen un amor romántico -pero no romántico a lo Lord Byron: más bien a lo Bécquer-: desmesurado, sujeto a demostraciones continuas, gráfico hasta lo teatral. Son cobardes que no aceptan el amor de los humanos que, pudiendo amar a otras personas, eligen a alguien por sobre los demás. Pero es un amor imperfecto, mutable, frágil, supuesto. Y proporciona un vértigo sin parangón: el de esfumarse en un instante y ser una sombra inmediatamente. Por el contrario, el amor de los perros es un amor dependiente, que otorga la seguridad de lo previsible, un amor fácil de anticipar que da la masturbatoria tranquilidad de la posesión exclusiva. El amor de los humanos es un abismo. Nadie puede controlarlo y el terror -latente- por la pérdida lo termina extinguiendo de golpe o matando de a poco
"(...) se pensará en un arresto egoísta de promoción pero no es más que un puñado de palabras para lectores ocasionales que, guiados por la confusión y el tedio, pasarán por este lugar." Alexander Bakhirov. Rem tene verba sequentur [c.1937]
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